¡Vamos a la chacra! La noche se desvanecía.
Los pájaros todavía dormían en las ramas de los huarangos. Sólo el sonido de
tus pasos rápidos sobre el piso de la sala de la casa de Papapancho rompía el
silencio de mi sueño de niño. Cuando me despertaba resignado, me levantaba de
la cama deseando que no llegara el frío. Me paraba tentando las sandalias,
cerrando por última vez los ojos para dormir un segundo más antes de caminar
contigo por el ancho paisaje de arena y campos de desierto con la luz de la luna
siguiéndonos. Cargando los costales, las lampas, los rastrillos en medio del
frío, el frío. Era un niño, pero me sentía grande a tu lado. ¡Vamos a la
chacra!, me decías. Me ponías tu camisa verde y tu sombrero de junco.
Cuando llegábamos a la chacra, nos recibía
la sinfonía de los pájaros que aleteaban en las ramas de los árboles de mango.
Tú trabajabas con alegría y yo trataba de imitarte. El frío sólo se acababa
cuando el sudor brotaba de la frente y las manos húmedas tocaban la tierra. Era
tan feliz, pero no lo sabía. Todos los días me contabas historias distintas de
la vida universitaria que ansiaba, de las protestas interminables del
magisterio, de tus alumnos inteligentes, del fútbol que no entendía y de la
política, ay, la política.
El sol se hacía cada vez más grande, el
aire estaba seco, la tierra ardía, pero tu sonrisa permanecía inmóvil. Hasta
que me veías cansado, trabajando por la inercia de tu fuerza inagotable.
“¡Vamos a la casa!”, decías. Cargábamos rápidamente los costales con algodón,
limpiábamos las lampas, quemabas la paja que juntabas con el rastrillo. Debajo
de la sombra que nos daban los árboles de mangos, nos sentábamos. Abrías con
las manos la sandía, ¡qué alegría! Caminando de regreso, tus fantásticas
historias continuaban. Al día siguiente, exclamabas: “¡Vamos a la Chacra!”.
Para trabajarla de madrugada o de noche, para dormir sobre ella, esperando el
agua. Era tan feliz, aunque aún no lo sabía.
Cuando te encontrabas frente a un campo de
fútbol, yo solo te observaba, intentando comprenderte. Como dirigente
deportivo, serio y esperanzado, anotabas con tu letra perfecta la lista de los
jugadores. Les dabas el aliento de un general a sus guerreros que ingresaban
trotando en fila india, concentrados y formados para la gran batalla. Sufrías
parado en la línea de la cancha, caminando a los costados. “¡Quítale pues,
carajo!”, exclamabas. Y cómo levantabas los brazos con los puños comprimidos en
alto, cuando tu Cristal metía un gol. Esa era tu alegría. Yo no te entendía,
solo estaba a tu lado, cuidándote o estorbando, no lo sé. Solo quería estar
contigo porque tú sufrías y yo no entendía. Solo esperaba que terminara el
partido, sentado en una orilla, mirando a veces con deseo los sándwiches que se
vendían en canasta o sorprendido por la furia de la hinchada rival. Cómo
gritaban.
Terminaba el partido y los guerreros de
Cristal salían de la cancha agotados, destruidos, discutiendo entre ellos
cuando perdían. Tú intentabas calmarlos, pero tus ojitos se llenaban de agua y
callabas. Te llenaba la cólera y tu impotencia me dolía, regresábamos a la casa
en silencio. Pero cuando ganaban, todos te abrazaban y tú gritabas emocionado,
con los brazos en alto. Luego pronunciabas tu discurso apasionado y seguían las
hurras, los elogios. No entendía el origen de esa alegría, solo quería regresar
contigo a casa, donde mamá esperaba con la comida, la abuelita renegaba, pero
tú y Ruby sonreían, comentando el partido toda la semana, porque Cristal había
ganado.
Con la matemática te he visto sentado, tantas
veces, deteniendo el tiempo con tus libros sobre la mesa de la sala. Cómo
brillaban tus ojos cuando pensabas, tu frente siempre arrugada, tu seriedad
infinita, tu silencio absorto. De niño, tenía que moverme sin hacer ruido
cuando trabajabas, para que no levantaras las cejas y me miraras con molestia,
dejándome congelado. Pero qué difícil fue aprender la ley de los signos. Te preguntaba
hasta en el almuerzo: “Papi, entonces, ¿menos tres menos cuatro es menos siete
o más siete? ¿Se suma o sigue siendo menos?”. “¿Todavía no entiendes?”,
respondías sonriendo decepcionado, bebías la limonada y me dejabas pensando.
Sólo después de aprender de ti la ley de
los signos, las matemáticas se volvieron tan fascinantes. Qué emocionante era
resolver ecuaciones contigo, qué alegría me dio demostrarte mis avances en
álgebra. La felicidad que sentí al compartir una pasión contigo, entonces quise
ser como tú, seguir tus pasos, hacerte sentir más orgulloso de mí cada vez,
pero nos faltó tiempo. Solo cuando me paré para hablar de ti en el estrado de
nuestro colegio que te despedía, me di cuenta de que te habías ido. Debía dejar
de llorar, porque tenía que dar las gracias a los alumnos mientras recordaba
esa mañana cuando nos abrazaste llorando porque había muerto Mamafila.
Siempre te recordaré recorriendo los surcos
de la chacra, sentado con tus libros, arrugando la frente, o con el periódico
en la mano, pidiendo silencio con la mirada seria. No tengo por qué decirte
adiós, porque te llevo conmigo. No puedo despedirme de ti porque nunca seré tan
grande como tú has sido: la chacra, el Cristal, el colegio, la matemática.
Sólo dejaste de caminar para morir, cuando
la tristeza que llegó se quedó contigo. Después de vivir, de llorar y acomodar
tu cabeza mientras dormías dentro de tu cofre de madera, dejé tu libro favorito
debajo de tu brazo. Puse mi mano sobre tus manos y el rosario de Elsa con el
que te fuiste rezando. Te colgué el carrito de Andrea con el que ella hubiera
querido llevarte hasta las puertas del cielo y te pusiste la camiseta del
Cristal encima de tu abrigo de madera, para que levantes con ella los puños arriba
gritando un ¡gol! y nos enseñes la alegría en la sonrisa inmóvil que le
heredaste a Raúl. Te llevo conmigo.