Cyrano de Bergerac de los noventa
Miguel San era el Sir de la Ciudad Universitaria, brillaba con un imán en la sonrisa que colgaba de sus hoyuelos arbitrarios, caballero de zapatos relucientes, seducía con poesía, a las musas cuando les decía, preciosa, mientras anclaba morboso la mirada en sus figuras femeninas. Cuando necesitaba rimas, el Sir me visitaba en la Quinta Del Manzano; aparecía con una historia nueva en la memoria, para narrarme con episodios sus refriegas amorosas, con alegría o tristeza, celebrando o maldiciendo Miguel San hilvanaba con detalle el nuevo capítulo de la historia de su vida, luego se iba pensando con las manos en los bolsillos, desapareciendo en la oscuridad del callejón de la Quinta, me dejaba con el enjambre de sus palabras resonando mis oídos, entonces escribía alienado en la empatía en los tiempos de los textos manuscritos, cuando las palabras se escribían con tinta y los mensajes se decían mirando a los ojos. Lujo de la década extinta.
Anselmo Mendoza, el gigante, solitario, procaz rumiante hasta donde le alcanzaban las mandíbulas, caminante que decía lo que pensaba sin pensar en lo que decía; su lealtad era legendaria como su nobleza para ayudar a quien lo necesitara y entregar su fortaleza a quien se lo pidiera; enamorado, se había convertido en un inofensivo rocinante de peluche, una fiera amansada con la melena cortada; que me llamaba a la Quinta Del Manzano, cerca de la madrugada, recitándome sus sentimientos, ordenando que de inmediato escribiera la carta de amor mas extraordinaria que pueda salir de mi labia. El gigante enamorado terminaba su llamada apresurado antes que se le acaben las monedas del teléfono público. Al día siguiente Anselmo arribaba a la Quinta, me saludaba gritando de lejos, exhibía su sonrisa congelada y se iba empuñando mi manuscrito, corriendo, para traducirlo en quechua, original dedicatoria que el gigante preparaba en la lengua originaria.
Martin Galeano el genio, maestro de las analogías, siempre enamorado, hacía reír cuando quería resonando inteligencia con su cultura impresionante. Admirado por los profesores, ansiado por las interesadas a quienes les ofrecía su corazón con las manos abiertas. Cansado de ese oprobio, abandonó a su dominadora para ser el novio de una radiante carita redonda para que su alma le respondiera liberándose de los agobios que le quedaban hacia la aurora de cambiar sus sueños para siempre, eligiendo su destino de entre todas sus mentes. Siembre pensando, el genio me leía estirando el pescuezo, tocándose la barbilla, razonando las metáforas; entonces Galeano declamaba de memoria las estrofas aprendidas, sonriente niño repetía entusiasmado la historia del milagro de las rimas elegidas de las palabras que destellaban entre sus carcajadas, solo porque gracias a su energía yo podía imaginar a su musa detrás de su mirada, entonces podía verla y le escribía.
Le escribía a las musas que no conocía pero de las que había descubierto su esencia a través de la experiencia de los románticos de la Ciudad Universitaria; a veces inspirado a veces aburrido, redactaba un manuscrito pulido a la decencia de mi usanza de doncel, profanando sin pudor la intimidad de la pareja, levantando la ceja cerca de sus pieles, como un fantasma que los observaba deleitado, que podía abrazarlos si quería como abraza el aire a las palomas, los sentía. Porque era el fantasma de Cyrano que componía cupido cartas clandestinas para que las usen los enamorados que prodigaban sus amores con las flechas grabadas en los papeles de mis garabatos. Ocultando su entusiasmo en los pabellones universitarios, los enamorados preparaban la escena secreta en la que dedicarían su amor con mis palabras ordenadas al ritmo de sus emociones traducidas en lengua de rima. Los románticos son criaturas agradecidas, mi fama se fue incrementando hasta que estallaron los noventa.
Hasta que una de las musas descubrió sorprendida su carta de amor que explotó, repetida, ilusa, en las manos de otra musa. Entrometida. Las mismas ideas, las mismas rimas; la vergüenza del auto plagio en la que fui condenado, los reclamos airados, no entendían que las dos musas se parecían. Sin embargo fui sentenciado, sobre todo porque una de ellas, la menos ilusa, era mi musa, que se reía, comprobando que no era la dueña de mis palabras románticas. Dueño de mis actos seguí escribiendo, con más cautela, con menos frecuencia, sin perder la esencia, dejé de ser Cyrano de Bergerac de los noventa.